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TOMÁS Y NOSOTROS INVITADOS A CREER SIN VER

4 abril, 2024

El segundo domingo de Pascua se lee el evangelio de Jn 20,19-31, texto que nos ayuda a comprender algunos aspectos de la resurrección de Cristo.

Jesús entra en la casa donde están reunidos los discípulos. Primera cosa llamativa: Jesús entra estando las puertas cerradas. Un Lázaro resucitado no puede atravesar puertas, porque Lázaro vuelve a esta vida terrena. Jesús resucitado no vuelve a esta vida terrena, se encuentra en otra dimensión, la dimensión de Dios, donde ya no se muere más. Ya no está sometido a las limitaciones de este mundo terreno. Desde esta nueva dimensión, donde las barreras y los límites no existen, se aparece a los suyos.

¿Cómo y cuándo se aparece? El evangelio nos ayuda a comprender la diferencia entre Jesús resucitado y el Jesús terreno. Se aparece el primer día de la semana y otra vez a los ocho días, estando los discípulos reunidos. El primer día de la semana es el domingo, y a los ocho días es el domingo siguiente. Precisamente el día en que la comunidad cristiana se reúne. Cristo se aparece cuando los suyos están reunidos y viven la fraternidad. ¿Y qué más hacen el primer día de la semana? Celebran la Eucaristía en memoria suya. Cristo se hace presente por medio de signos sacramentales.

Lo primero que hace Cristo resucitado es otorgar la paz, esa paz que el mundo no puede dar, esa paz que nos permite vivir serenos en medio de las dificultades. E inmediatamente después envía el Espíritu Santo, otro gran don de Cristo resucitado a los suyos. Y luego otro don: el perdón de los pecados. He aquí tres grandes signos de la presencia de Cristo: la paz, el perdón y el dejarse mover por el Espíritu de Cristo. Estos dones, la paz, el Espíritu y el perdón, están en función del testimonio: “como el Padre me ha enviado, así os envió yo”. ¿A qué nos envía? A dar testimonio de él, a transmitir la paz y el perdón que hemos recibido, a difundir la esperanza que nace con la resurrección de Cristo.

Todo eso no quita que surjan dudas y problemas. En la segunda parte del evangelio aparece Tomás, el hombre de la duda. Su duda nos ayuda a entender algo muy importante: el Resucitado es el mismo que fue Crucificado. Las llagas del resucitado son el signo de que en el mundo de la resurrección de los muertos nuestra identidad corporal queda asumida y acogida. La resurrección no es la desaparición de nuestra realidad corporal, sino su glorificación.

La duda de Tomás nos enseña además que la fe no es tocar, ver, palpar. La fe es creer en lo invisible. Invisible pero muy real. De ahí la invitación de Jesús a Tomás y a todos nosotros: no seas incrédulo, sino creyente; dichosos los que creen sin haber visto. Es lo que hace Tomás cuando confiesa lo invisible, a saber, la divinidad del crucificado ahora resucitado: “Señor mío y Dios mío”.

El evangelio acaba con unas palabras del redactor: todo eso ha sido escrito para que creáis y para que creyendo tengáis vida. Eso es lo importante, a eso estamos invitados: a creer en Jesús resucitado para tener vida. Vida ahora, vida llena de alegría, de paz y de perdón. Y vida siempre, la vida que nos espera en el momento de la muerte, donde se nos abrirán las puertas de la vida por los siglos de los siglos, vida de perdón, alegría, paz y amor sin fin.

 Martín Gelabert Ballester, OP

Fuente: nihilobstat