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RESURRECCIÓN CONFESAR QUE JESÚS ES SEÑOR

25 abril, 2022

«Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9). Decir que Jesús es Señor y que Dios le resucitó es prácticamente lo mismo. Pues el Señor del que habla San Pablo es el Señor de la gloria, el que ha vencido a todos los poderes del mal, incluido el último enemigo que es la muerte (1 Cor 15,26). Ahora bien, no conviene malinterpretar esa confesión. Pues ese mismo Señor del que habla San Pablo, dice: “no todo el que me diga ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos” (Mt 7,21). Es posible decir que Jesús es Señor, pero no confesar que Jesús es Señor. Decir es fácil, es pronunciar una palabra. Confesar es algo más serio: es jugarse la vida por lo confesado, es poner la vida en lo que se dice.

Para confesar bien hay que conocer lo que se confiesa. Pues bien, ese al que se nos invita a confesar como Señor explicó un día como había que comprender su señorío: vosotros, dijo a sus mejores amigos, me llamáis Señor, y decís bien, porque lo soy. Pero soy Señor al lavaros los pies, al ponerme de rodillas ante vosotros, al servir (Jn 13,13). El señorío de Jesús no se manifiesta a base de poder, sino de amor y servicio a los más pequeños. Porque el poder no es propio del Señor de la gloria, es propio de los falsos señores de este mundo, que oprimen en vez de servir.

El Señor resucitado deja en evidencia los falsos señoríos humanos, pues él es el único Señor (1 Cor 8,6) y, por tanto, el Señor de todo y de todos (Flp 2,11). Este señorío único no es opresor, puesto que es señorío de amor y de servicio. Pero, además, es un señorío liberador, porque niega todo poder opresor, sea civil, militar o religioso. El único señorío de Cristo está en contra de toda absolutización de los poderes y de las cosas de este mundo, en contra de todo servilismo.

Si acojo el señorío de Cristo, Señor de todos, entonces yo no puedo ser señor de nadie, no puede pretender que nadie me esté sometido y se pliegue a mi voluntad; y mucho menos que se pliegue a mi voluntad esclavizante; yo no soy señor de mi esposa, ni de mis hijos, ni de mis hermanos, porque el Señor de mi esposa, de mis hijos y de mis hermanos es Cristo resucitado. El “otro” no es mío, el otro es de Cristo. Si confieso a Cristo como el Señor que sirve y se abaja para lavar los pies, entonces yo también me abajo y lavo los pies de mis hermanos.

No hace falta decir que ninguna guerra puede estar bajo el señorío de Cristo. El Señor de las guerras es Satanás. Y el espíritu que las inspira es el espíritu del mal. Si Cristo resucitado se hace presente en las guerras, es consolando a las víctimas, resucitando a los muertos, despertando a los espectadores, que somos nosotros, y moviéndolos a acoger a las víctimas.

Martín Gelabert Ballester, OP

Fuente: nihilobstat