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Papa en Marsella: de cifras a nombres

25 septiembre, 2023

Hace diez años, el Papa Francisco realizó su primer viaje fuera del Vaticano. Fue a una pequeña isla italiana, Lampedusa, más cercana a la costa africana que a Europa. Fue allí porque a ese lugar llegaban muchos inmigrantes, que buscaban una vida mejor en Europa. Diez años después, este pasado viernes, el Papa ha aterrizado en Marsella, una ciudad también marcada por la inmigración.

La suerte de los inmigrantes ha sido una de las grandes preocupaciones del Papa a lo largo de todo su pontificado, no sólo por el trato que reciben en nuestras fronteras y en los países donde logran instalarse, sino sobre todo porque muchas de esas personas mueren en el camino, debido a las penosas condiciones en que deben realizarlo. El mar Mediterráneo, que debería ser un lugar de paz y de unión entre pueblos y personas, se ha convertido en un cementerio. En su primer discurso en Marsella Francisco se ha referido a este mar que “evoca la tragedia de los naufragios que provocan muerte”. Y ha añadido: “no nos acostumbremos a considerar los naufragios como noticias y a los muertos como cifras; no, son nombres y apellidos, son rostros e historias, son vidas rotas y sueños destrozados”.

Efectivamente, los muertos trágicamente no son cifras, son personas, cada una con su nombre. Por eso, esas muertes nos afectan y nos interpelan: ¿cómo tratamos al lejano, al desconocido, al diferente? Es tan persona, tan humano como yo. Tiene un cuerpo como el mío, un corazón con sentimientos parecidos a los míos, necesidades similares a las mías. Es “otro yo”. Por eso debo tratarlo como me gustaría que me trataran a mi. En Evangelii Gaudium, en Laudato si’ y en muchos otros discursos, el Papa ha utilizado la expresión “globalización de la indiferencia”. Se trata de una actitud, sostenida por la cultura del bienestar, que nos anestesia, y nos hace incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, de llorar ante el drama de los demás; no nos interesa cuidarlos, como si todo fuera responsabilidad ajena que no nos incumbe (Evangelii Gaudium, 54). La cultura de la indiferencia es la del que cierra los ojos voluntariamente y no ve, porque no quiere ver, el dolor ajeno, ya que este dolor perturba su comodidad. Seguramente hay pocas actitudes más antievangélicas que esta cultura de la indiferencia.

Los problemas planteados por los migrantes y los refugiados son complejos. Requieren políticas globales. Hay que luchar contra las mafias que se aprovechan de la necesidad ajena, pero también hay que pedir a nuestros gobiernos que no hagan de las fronteras una barrera infranqueable, y faciliten la entrada de las personas que solo buscan vivir. Cierto, además del derecho a la emigración, existe el derecho a quedarse en casa. Pero ese derecho se vería facilitado si en los países de origen hubiera condiciones de vida, así como gobiernos justos y democráticos, y si los países ricos ayudasen al desarrollo económico y social de estos países más pobres.

Martín Gelabert Ballester, OP

Fuente: nihilobstat