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UNA HISTORIA DE MUJERES (2)

29 junio, 2020

«Con grande alegría interior»

En la anterior entrega reflexionábamos sobre el desarrollo, durante el siglo XIX, de un movimiento de asociacionismo femenino católico que comenzó germinalmente en forma de cofradías, asociaciones piadosas y otros grupos poco estructurados, ocupados de tareas en el ámbito religioso-social. Los nuevos roles y funciones asumidos por la mujer católica a menudo significaron «una primera salida del hogar para muchas mujeres y unas primeras presencias públicas más allá del marco tutelado del hogar familiar. Significarán ocupar también por primera vez puestos de responsabilidad»[1].

Desde esta clave podemos contemplar el caso paradigmático de Rosa Santaeugenia.  En aquel momento, todavía como principal referente de las Servitas, se decide a emprender unos estudios de magisterio ―es decir: a profesionalizarse― cuando ni siquiera existía en Cataluña la Escuela Normal de Mujeres y los estudios se acreditaban mediante exámenes libres. El título de Maestra de Rosa Santaeugenia es anterior a la Ley Moyano (la ley que obligó a titulación para acceder a ciertos cargos), por lo que podemos pensar que ella vislumbró tempranamente por sí misma, y no por una legislación impuesta, la necesidad de asumir con responsabilidad y competencia esa posibilidad de protagonismo social y misión evangélica que se le abría. Posteriormente, ya como Hermana Dominica, será también la primera en presentarse a las inquietantes oposiciones y obtener la plaza pública con todo derecho. Con estas decisiones Rosa nos va marcando, sin duda, los caminos de audacia y creatividad que en cada época debemos ir encarnando.

Volviendo a nuestra «historia de mujeres», aquella progresiva presencia en el servicio público y evangelizador pedía más, y lo que va a ocurrir de forma marcada en Cataluña (como también en otras regiones) es que, del germen de esas primeras redes asociativas «salieron en gran medida las congregaciones religiosas femeninas catalanas de enorme expansión posterior […] y de incomparable influencia en la educación femenina del país a lo largo de dos siglos»[2].

El reconocimiento canónico de esas nuevas congregaciones llevó su tiempo. La jerarquía eclesial todavía insistía en que el lugar de la vida religiosa femenina era el claustro monástico, y fue sobre todo bajo el impulso, la presión y el dinamismo comprobado de estas mujeres que terminó aceptando como vida religiosa con plenos derechos aquello que hasta entonces había evitado. En esto cada Congregación fue haciendo su camino; la nuestra lo hizo comenzando su andadura en los cauces de la antigua Orden Tercera, lo cual, podemos decir, fue otra solución creativa de nuestro Fundador para dar un respaldo jurídico estable y consistente a la nueva realidad dominicana que nacía.

Así, pues, la aparición de congregaciones femeninas de vida activa durante el siglo XIX se enmarca en este cruce de caminos entre la nueva sociedad que surge, las nuevas necesidades de la Iglesia y una nueva disposición de la mujer, que emprende el proyecto con un sentido religioso innegable y a la vez con un enorme despliegue de ilusión, entusiasmo, valentía, responsabilidad y creatividad. El Espíritu se manifestaba así de una manera original, como siempre lo hace, dando respuestas a las necesidades de cada tiempo.

Por todo lo dicho, hay que reafirmar que muchas de estas mujeres vivieron su pertenencia a la congregación, en nuestro caso a la Anunciata, como un espacio de realización de sus potencialidades, de expansión personal, de libertad. Esta vivencia alegre de la pertenencia está indisolublemente asociada a la de la consagración, la alegría por la llamada divina. Es hermoso pensar que la Congregación sea, pueda ser, un espacio que a la vez nos permite ser mujeres consagradas y mujeres humanamente plenas, que desde esa doble plenitud entregan su don al mundo.

Había mucho de esto en aquella incipiente Congregación de audaces que, atendiendo a la llamada que Dios les hacía a través del Padre Coll, lo dejaron todo sin ninguna seguridad, aceptaron una situación de gran pobreza, tuvieron que enfrentar la crítica y la descalificación, y sin embargo rebosaban de alegría. Así, una de las primeras hermanas, la Hna. Paula Prat, relata que cuando ella llegó a Vic, en junio de 1857, oía decir: « ¡qué tontas!, eso no tiene fundamento, es un pobre capellán», e incluso algunos sacerdotes se negaban a darles la absolución. Por esa razón, trataban de confesarse con el Padre Coll, pero «cuando estaba ausente, íbamos con otro, temerosas sí, a causa de los dichos de la gente y sacerdotes, pero con grande alegría interior»[3].

Esta alegría es una de las marcas de la Anunciata. Cuando el Padre Coll, en 1863, dice que esto es una Obra de Dios, no lo está diciendo sólo por humildad (como quien aclara «no soy yo quien lo hice»). Lo que está constatando es un crecimiento desbordante de vida y de dinamismo en muy poco tiempo y partiendo de unos comienzos muy frágiles. Dios lo hizo, no cabe duda. Pero podemos pensar que lo hizo también a través de la inmensa alegría de estas mujeres, del despliegue de sus dones, de la audacia en poner en juego creativamente esa libertad que iban conquistando, y, por supuesto, de una cordialidad, cercanía y sencillez heredadas de su Fundador junto con una profunda vivencia de espiritualidad dominicana.

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Hay una expresión de estos primeros tiempos que me invita pensar. Aparece en el Necrologio de varias de las primeras Hermanas: se dice de ellas que amaban con delirio el Instituto. Lo comprendo. Creo que este amor tan agradecido era una constante en muchas de las que tuvieron la fortuna de vivir esa aventura de los inicios, cuando, en el seno de la naciente Congregación, pudieron descubrirse a sí mismas al mismo tiempo como mujeres consagradas y como mujeres llenas de posibilidades para dar. Una aventura plena de audacia y de creatividad, donde estaba todo por inventar. Estas mujeres nos llaman, nos interpelan, nos preguntan cómo en este otro tiempo, con otra situación de la mujer, de la Iglesia, de la misión, renovamos ese mismo espíritu para dar respuestas nuevas en fidelidad a lo que somos.

Hna. Luciana Farfalla Salvo

[1] Mujer, identidad y religión… en A. Yetano (coord.), Mujeres y culturas políticas en España, 1808-1845, Barcelona, 2013, p. 49.

[2] Las misiones populares… en A. Yetano (coord.),  Mujeres y culturas políticas…, Barcelona, 2013, p. 161.

[3] Testimonios, Vito Gómez García,  Valencia, 1993,  p. 745.