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UNA HISTORIA DE MUJERES (1)

15 junio, 2020

Éranse una vez… las Servitas

A cualquier persona que esté familiarizada con la historia de la Congregación le resuena el nombre de las Servitas, aquella asociación más bien desconocida que, sin embargo, tuvo un papel relevante en nuestros orígenes. Sabemos muy poco sobre ellas: que fueron fundadas alrededor del año 1850 por los sacerdotes J. Pasarell y P. Bach, y que luego el Padre Coll colaboró en su dirección. Dedicadas a la enseñanza de las niñas y el cuidado de los enfermos, no tenían, sin embargo, ninguna clase de votos.  Aunque al cabo de un tiempo empezaron a llevar un hábito (el de N. Sra. de los Dolores), esto no significaba en aquel entonces más que un distintivo. Propiamente no eran religiosas, sino una «asociación piadosa».

Sabemos también que en febrero de 1857, tras unos Ejercicios Espirituales, decidieron libremente integrarse en la nueva congregación fundada por Francisco Coll. No conocemos cuántas eran, pero sí que con ellas pasaron a la Anunciata cinco comunidades que tenían fundadas: Taradell, Pardines, Suria, Gironella y Rupit, contribuyendo de esta manera a la consolidación y expansión primera de la Anunciata. Otro gran aporte le debemos a las Servitas: entre ellas vino quien sería nuestra primera y tan querida Priora general, Rosa Santaeugenia.

Esto es más o menos lo que todas conocemos. A veces nos llama la atención esa asociación piadosa que no era vida religiosa, pero, en general, lo hemos tomado como una anécdota particular de nuestra historia sin hacernos más preguntas.

Y, sin embargo, nos ha faltado en esto una mirada de mayor perspectiva. Pues asociaciones como las Servitas o similares constituyeron un hecho relevante en la Cataluña de mitad del siglo XIX. Quiero decir: puestas a explorar las características socio-religiosas de la época, resulta que este tipo de asociaciones son comunes a un gran movimiento, todavía no demasiado estudiado, que devino luego en la configuración de lo que hoy llamamos «vida religiosa femenina apostólica». Este movimiento, que durante el siglo XIX constituyó una verdadera novedad, llevó su largo tiempo de maduración y sus principales protagonistas fueron, precisamente, las mujeres.

Es en el nuevo despertar y desplegarse de las energías creativas de la mujer que hay que situar los inicios de nuestra historia, al igual que los de muchas otras congregaciones femeninas. De hecho, a lo largo del siglo XIX en países como Francia, Italia y España, se da un verdadero boom de fundaciones. ¿Y esto por qué? Como todo hecho humano, y a la vez espiritual, se debe a la conjunción de muchos factores, de cambios en la sociedad y en la Iglesia, de nuevas necesidades a las que hacer frente, de nuevas mentalidades que comienzan a configurarse. Entre todos esos cambios, uno es precisamente un cierto desplazamiento en el estatus tradicional de la mujer. Y este desplazamiento genera ciertas grietas, intersticios en donde las mujeres encuentran una posibilidad de asumir nuevas responsabilidades y desplegar dones y talentos, empiezando a estrenar un protagonismo social que hasta entonces habían sido desconocido para ellas.

Al contrario de lo que se suele pensar, fue la Iglesia precisamente el ámbito en que muchas  pudieron comenzar a estrenar este protagonismo. Especialmente en las zonas rurales, el gran movimiento de re-cristianización de los siglos XVIII y XIX fomentado por el trabajo de los misioneros populares, descubrió en la mujer una enorme potencialidad:

«El misionero observa en la mujer al sujeto de mayor dinamismo social, más motivado en cuanto a asumir nuevas responsabilidades en el interior del grupo – es el colectivo recién llegado –, más receptivo, más interesado en atender sus incitaciones a la piedad y al activismo religioso y, al tiempo, comprende que la mujer es la persona mejor situada en el interior de la comunidad familiar y parroquial para que la instrucción religiosa que le quiere impartir sea transmitida de manera más eficaz a través suyo, capilarmente»[1].

En una primera instancia, esta dinamización femenina avanza de una forma más bien silenciosa, lentamente, a través de una nueva capacidad de asociación que se va desarrollando con la promoción «de múltiples fórmulas asociativas como cofradías de devoción, hermandades para el culto, la caridad y la enseñanza o catequesis»[2]. Poco a poco va ampliando sus ámbitos de despliegue e influencia hasta terminar asumiendo una clara función social, principalmente en la atención hospitalaria y en el desarrollo del magisterio en pequeñas escuelas (en especial las de niñas, que empiezan a surgir tímidamente en esta época).

Un caso concreto de este movimiento asociativo será, entonces, el de las Servitas: mujeres que no eran propiamente religiosas, sino parte de una asociación con escasa estructuración, pero por completo decididas a dar su servicio religioso-social en los pueblos. De esta manera daban cauce a la vez a su búsqueda espiritual y a su necesidad-deseo de asumir responsabilidades en favor de la sociedad de su tiempo. La falta de medios, las estrecheces y precariedades que vivieron las Servitas y que se vislumbran en la lectura del Tomo I de las Crónicas, no hacen sino aumentar ante nuestros ojos el valor de la audacia de estas mujeres y la creatividad de quienes se lanzaron a estrenar caminos, sin saber muy bien cómo, pero con toda la ilusión de estar creando algo nuevo para gloria de Dios y servicio de los hermanos. Características que continuarán en la Anunciata, como veremos en una próxima entrega.

Hna. Luciana Farfalla

[1] Las misiones populares en la historia de la nueva religiosidad femenina. La Cataluña rural de la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, en A. Yetano (coord.), Mujeres y culturas políticas en España, 1808-1845, Barcelona, 2013, p. 165

[2] Ibid. p. 161.