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TÚ Y YO SOMOS ÚNICOS

26 abril, 2021

¿Cuántas relaciones vamos sumando a lo largo de nuestra vida? No es fácil establecer una cifra. Hay algunas relaciones primarias e indiscutibles que nos acompañan desde que nacemos: nuestros padres y hermanos. Aunque quisiéramos renunciar a ellas, siempre llevaremos sus marcas, siquiera en forma de ADN. A ellas se añaden las que establecemos con los familiares más cercanos: abuelos, tíos y primos. En el caso de las personas casadas, cobra una importancia capital la relación con el propio cónyuge, con los hijos y con todos aquellos vinculados a la nueva familia: suegros, cuñados, sobrinos, etc. En cuanto a los consagrados, resulta determinante nuestra pertenencia a una comunidad carismática y los vínculos de fraternidad que establecemos con sus miembros. Y también todas las relaciones que brotan del trabajo pastoral o del acompañamiento de las personas.

Sigue luego la lista de nuestros amigos con los que mantenemos diversos grados de vinculación. Algunos lo son desde la infancia y, como el buen vino, han ido madurando con el paso de los años. Otros se han ido incorporando en las sucesivas etapas de la vida. Puede que algunos lo sean solo desde hace unas semanas o meses. En algunos casos, los amigos se esfuman con el paso del tiempo, pero, por lo general, si la amistad es auténtica, perdura toda la vida, incluso en la distancia.

Nos relacionamos mucho con nuestros compañeros de trabajo, algunos de los cuales pueden también formar parte del grupo de amigos, pero no necesariamente. A veces, a mayor cercanía física, mayor distancia emocional. Y hay, finalmente, un grupo numeroso y heterogéneo formado por los conocidos: personas con las que nos hemos encontrado en algún momento, pero con las cuales no mantenemos una vinculación estrecha, sino, más bien, epidérmica y a veces solo circunstancial.

El milagro de las relaciones interpersonales consiste en que cada una es única, no equiparable a las demás. Por esta misma dinámica, ninguna roba nada a las otras. La relación que yo mantengo con mi padre o con mi madre, por ejemplo, no se parece a ninguna otra. Con cada uno de mis hermanos tengo también una relación única. Y lo mismo podría decir respecto de mis hermanos de comunidad y mis amigos. Es probable que compartamos los mismos hechos y desarrollemos pautas de conducta parecidas, pero, en el fondo, con cada persona construimos una historia singular. Toda persona es insustituible. Recuerdo muy bien lo que cantaba Alberto Cortez: “Cuando un amigo se va / queda un espacio vacío / que no lo puede llenar / la llegada de otro amigo”¿No es maravillosa esta increíble diversidad?

Los celos y otros fenómenos parecidos surgen cuando no aceptamos la singularidad de cada relación y pretendemos establecer comparaciones cualitativas o cuantitativas. O cuando consideramos que las demás relaciones constituyen una amenaza para la que consideramos prioritaria. No sé si alguna vez lograremos tal grado de madurez, pero la dirección por la que caminar me parece clara. Esto exige, al menos, dos condiciones que no son fáciles de cumplir. La primera es estar vinculados a una relación única e incondicional que constituya el fundamento de nuestra vida, más allá de todos los vaivenes que podamos experimentar en sus diversas etapas. Para los creyentes, esta realidad es Dios, el único que nos ama por lo que somos, siempre y de manera absoluta.

La segunda condición es ejercitarnos en el arte del desapego, que no consiste en dejar de cultivar las relaciones que tejen nuestra vida, sino en no “poseerlas” y, por lo tanto, en no hacer depender de ellas nuestra felicidad. No hay ser humano que pueda colmar el ansia de amor que todos experimentamos. Estamos hechos para un amor infinito. No podemos pedirle a ninguna persona finita que ocupe el lugar de Dios. Este “desapego” nos otorga una gran libertad y, en el fondo, una nueva energía para amar a todos sin exigencias desmesuradas y sin dependencias insanas.

No creo que sea fácil decirle a una persona que amamos: “Tú y yo somos únicos. Nuestra relación es original, inédita”. Pero es la pura verdad. Creo que nos haría mucho bien disfrutar de esta singularidad y no perdernos en comparaciones que pueden malograr la riqueza de nuestra vida afectiva. De niños nos suelen preguntar: “¿A quién quieres más: a mamá o a papá?”. Es una pregunta tramposa que nos inocula el virus de la comparación. Si tuviéramos la madurez suficiente, podríamos responder así: “A papá lo quiero como papá; y a mamá la quiero como mamá. Cada uno es único. No hay comparación posible”. Y lo mismo se podría decir del resto de las muchas relaciones con las que vamos tejiendo nuestra vida. Naturalmente, la singularidad implica que no con todas las personas mantenemos el mismo grado de intimidad y confianza. Esto no es posible ni quizá deseable. Pero eso no desnaturaliza el valor de la relación y su carácter único.

En fin, se ve que este último lunes de abril me ha dado por hurgar en el álbum de los afectos. Quizás es una hermosa oportunidad para dar gracias a Dios por todas las personas que ha ido poniendo en mi vida. Me resulta imposible calcular ni siquiera un número aproximado. Cada una ha sido un reflejo de ese Amor único que es Dios mismo. Es evidente que no sería quien soy sin la ayuda de muchos hombres y mujeres que han bailado conmigo en la danza de la vida. Reconozco que no siempre he sido agradecido y respetuoso. Me duelen los agravios, los olvidos y, sobre todo, la indiferencia. Pero – como se dice en el ámbito del deporte – todavía queda partido.

Gonzalo Fernández Sanz CMF

Fuente: El rincón de Gundisalvus