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PALABRAS EN CAMINO

20 noviembre, 2019

La Iglesia sigue produciendo infinidad de palabras. Organiza cursos, congresos, encuentros, sínodos, simposios, conferencias, semanas, seminarios y talleres. Publica biblias, enciclopedias, libros, folletos, encíclicas y exhortaciones. Cada domingo lanza millones de homilías en casi todas las lenguas del mundo. Amplía su presencia en Internet a través de páginas webs, blogs, transmisiones en streaming, etc.  No sabemos a cuántas personas llega esta inflación verbal, pero la producción no se detiene. Vistas las cosas desde fuera, pareciera que todo va viento en popa, aunque muchos piensan que no es sino una huida hacia adelante. ¿Qué otra “multinacional” tiene una red tan capilar en el mundo? El papa Francisco puede ir a Estados Unidos o a Tailandia, a Brasil o a la República Centroafricana. En cualquier rincón del mundo hay cristianos.

Y, sin embargo, en medio de esta producción infinita de palabras, ¿hay espacio todavía para el anuncio de una “buena noticia”? Me parece que la mayor parte de las personas piensa que las verdaderas “buenas noticias” vienen hoy de la mano de la ciencia, la técnica y la economía. Lo que la gente espera es que se resuelva el problema del calentamiento global del planeta, que se acabe con la contaminación de los mares, que se encuentre una solución definitiva al cáncer y otras enfermedades mortales, que Internet llegue a cualquier rincón del mundo, que todos tengan acceso a un empleo digno, etc. ¿Hay alguna esperanza que vaya más allá de estos deseos fieramente humanos?

Durante muchos siglos el cristianismo ha sido capaz de llegar a la mente y al corazón de millones de hombres y mujeres. Desde los esclavos del imperio romano hasta los genios del Renacimiento, el Evangelio de Jesús ha sido una “buena noticia” a lo largo de la historia. Ha inspirado a pensadores, artistas, científicos y políticos. Ha llevado consuelo y esperanza a los más pobres. Ha transformado la vida de millones de personas que se han consagrado a Dios y al servicio de los demás. Desde la inhóspita tierra de Palestina (encrucijada de tres continentes), ha llegado a todos los lugares del mundo. ¿Conseguirá llegar a los hombres y mujeres del siglo XXI o nos aproximamos al fin de una historia multisecular?

Abramos los ojos. Cuando uno sale a la calle y pasea entre rascacielos, tiendas y coches; cuando llega a su trabajo y rascacielosse ve rodeado de ordenadores, camiones, teléfonos o robots; cuando llega a su casa por la noche y dedica tiempo a ver la televisión o navegar por Internet… por todas partes vemos “las obras del ser humano”. Todo nos habla de lo que el hombre ha conseguido hacer. Estamos rodeados de productos humanos: casas, carreteras, coches, ordenadores, teléfonos móviles… ¿Cómo vamos a hacernos la pregunta por Dios si parece que solo vemos lo que el ser humano hace? Es como si viviéramos en una burbuja en la que no existe ninguna referencia que vaya más allá de sus límites, no hay alteridad con la que medirnos. Nos hemos vuelto insuperablemente antropocéntricos. Todo lo referimos a nosotros. Todo lo medimos a partir de nosotros.

En este contexto, que se ha venido fraguando por lo menos en los últimos tres siglos, no estamos dispuestos a escuchar palabras cerradas e imperativas. Aborrecemos todo lo que suene a dogmático. Pero quizá no nos oponemos a algunas “palabras en camino”, a preguntas y reflexiones que nos ayuden a tomar conciencia del tiempo que vivimos y, llegado el caso, a proseguir la búsqueda de sentido más allá de lo que nos es dado. Aunque nos sepamos derrotados por un consumismo insaciable –imprescindible para mantener la lógica capitalista– quizá no hemos desechado por completo la idea de que la vida humana no es unidireccional, que se puede vivir de otra manera.

La luz roja que nos avisa de que algo no funciona del todo bien es esa insatisfacción crónica que muchas personas padecen y que a veces se torna en depresión. Rodeados de todo lo que nos han dicho que puede hacernos felices (un buen trabajo, una buena casa, un buen coche, una buena cuenta corriente, una buena relación), no acabamos de encontrar la plenitud a la que –sin saber muy bien por qué– nos sentimos llamados. Se nos caen de las manos los métodos de autoayuda y las incontables ofertas que nos proponen un bienestar integral (y que no son sino sutiles variantes del consumismo que rascan en nuestro bolsillo a cambio de unas migajas de placer). Algunos pensadores ateos contemporáneos empiezan a alertar de que el declive del cristianismo está dañando seriamente la sociedad. Yo sí necesito la fuerza de una “buena noticia”. No sé vosotros.

Gonzalo Fernández Sanz cmf