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NAVIDADES MISIONERAS

25 noviembre, 2021

NAVIDADES MISIONERAS

En la rica historia de la Anunciata, una de las más hermosas páginas es, precisamente, la de la vida misionera ad gentes, la historia de tantas hermanas que, dejando su patria, se atrevieron con generosidad a ir a compartir la fe con otros pueblos lejanos. La experiencia que tuvieron es la de haber recibido incluso más que lo que fueron a entregar, enriqueciéndose como personas  y como cristianas a través del contacto con otros pueblos y culturas, en especial entre los más pobres.

Comienza el tiempo de Adviento, ya se palpita la cercanía de Navidad, y siempre volvemos a esta convicción: se hace necesario dejar de lado la «comercialización» de las fiestas cristianas y recuperar lo esencial. Por eso hoy queremos compartir este testimonio misionero que es, a la vez, una bella y profunda reflexión sobre lo esencial de la Navidad:

«Una Navidad sin turrones

Se iba acercando la Navidad y no había ningún signo material que la anunciara. La luna y las estrellas seguían siendo las únicas luminarias de la noche y en las casas lucía, como siempre, la luz de las velas y el fuego del hogar. Los niños no hablaban de escribir la carta a los Reyes ni los regalos del papa Nöel. Y continuaba haciendo calor, a pesar de que la temperatura se había suavizado, coincidiendo con el invierno del hemisferio norte, y que la gente dijera que hacía frío.

A mi alrededor, ningún signo externo de la Navidad que yo conocía. Pero en el ambiente había algo que anunciaba el misterio de una Navidad diferente, de una Navidad envuelta en la pobreza y en la joya que brota del corazón, como debía haber sido la primera, la auténtica, la de los ángeles y los pastores de verdad.

A medida que se acercaba el día, dos palabras mágicas se iban repitiendo de boca en boca y hacían nacer sonrisas e ilusiones en los ojos de pequeños y grandes. Estas palabras eran “tamales” y “posadas”. “Los tamales”, son una especie de empanada hecha con carne de pollo o de gallina, con masa de maíz y especias, cocidas con una envoltura de hojas de platanero. Son una delicia, un auténtico lujo culinario para quien está acostumbrado a una dieta basada casi exclusivamente en “la tortilla”, “el frijol” y el arroz. Se reservan para las grandes ocasiones, y no pueden faltar en Navidad ni por Todos los Santos. Por eso las familias se regalan y se da a quien es tan pobre que no ha podido hacer o comprar. Cuesta un poco acostumbrarse pero acaban gustando tanto que, después de años, todavía los asocio a la Navidad. Pero lo que realmente me llamó la atención aquel primer año fueron “las posadas,” que comenzaron nueve días antes de Navidad.

Por la noche, cuando los hombres regresaban del trabajo del campo, la gente se iba reuniendo en la iglesia y, desde allí, en procesión, acompañaban por todo el pueblo, entre luz de “candelas” y de cantos, las imágenes de San José y de la Virgen, ataviadas al estilo de la gente, incluido el sombrero para el sol, hasta la casa donde ese día habían de alojarse. La casa había sido preparada con todo cuidado, con una alfombra de hojas de pino, y con el lugar destacado para las imágenes. Cuando llegamos, la puerta estaba cerrada y entonces tuvo lugar un diálogo ingenuo y delicioso entre los que llevaban las imágenes y los que estaban dentro de la casa. José y María llegaban cansados de un largo viaje, camino de Belén, y pedían “alojamiento”. Los de dentro se lo negaban y así hasta la tercera vez en que se abrió la puerta y fueron acogidos con todos los honores. Después vinieron las oraciones y finalmente un sencillo refrigerio, una taza de café y “pan dulce” para todos. Y así, durante nueve días, de casa en casa, hasta la noche de Navidad en el que San José y la Virgen volvieron a la iglesia para la misa del gallo, rodeados de las ofrendas, maíz, “frijol “, cacao, plátanos, huevos y “todo un bien de Dios”, que se había ido depositando en su entorno y que después de la misa se repartiría entre los más pobres.

Y llegó la noche de Navidad y la iglesia colonial de Santa María de Cahabón, inmensa, estaba llena a rebosar y aún quedaba gente fuera. Había el ambiente de una gran fiesta, de una gran celebración. Durante todo el día había ido llegando al pueblo una multitud que venía de las aldeas, algunas muy lejanas, para la misa del gallo. Habían caminado por el bosque, por caminos llenos de barro o de piedras, con los niños en brazos, en la espalda, como los pastores de Belén, para celebrar el nacimiento de aquel Niño que, como sus hijos, había nacido rodeado de pobreza, pero con un mensaje que tenía que cambiar el curso de la historia. Y, como los pastores, le llevaban ofrendas, los frutos de sus valles y de sus montañas; el oro de los plataneros, el olor de las mandarinas, la dulzura de la “panela”, el cacao, “las tortillas” recién hechas … El Niño Jesús, en el pesebre, rodeado de luces y de incienso, el “pomo” de los bosques de Cahabón, sonreía viendo la generosidad de quien es capaz de compartir lo que necesita para vivir. Poco a poco, entre cantos y oraciones, se iba creando un calor, una atmósfera especial. Esa multitud que oraba y cantaba sin prisas, respiraba paz y una alegría profunda. Impresionaba ver cómo salían de todos los presentes oraciones espontáneas, en voz alta y en una sola voz expresando su fe y sus sentimientos, hasta convertirse en un murmullo hecho de palabras salidas del corazón.

La misa había durado dos horas largas y los niños ya dormían en la espalda de sus madres. Era ya de madrugada y en el cielo la luna y las estrellas lucían magníficas en medio de la calma y de la belleza de una noche tropical. Y seguro que los ángeles repetían por aquellos valles y montañas el “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Él ama” (Lc 2, 14). Los que habían venido de lejos no podían volver a casa a esas horas de la noche. Por eso, con la misma sencillez con que habían celebrado la Navidad, fueron buscando su lugar para dormir en los bancos o en el suelo de la iglesia. En mi interior resonaron con fuerza las palabras de Jesús, que había oído tantas veces y que entonces veía hechas realidad: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado a la gente sencilla lo que has escondido a los sabios y entendidos” (Lc 10, 21).»

(Recuerdos de la Hna. Teresa Maluquer sobre su llegada a Cahabón, Guatemala, en 1978.

Texto extraído de Boletín Anunciata n° 581)