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MENSAJE INTEGRAL DEL PAPA A LAS NACIONES UNIDAS

28 septiembre, 2020

Los efectos de la pandemia por COVID-19 en la humanidad, garantizar los derechos humanos, pero también unir esfuerzos ante el cambio climático y hacer frente a la cultura del descarte: son estos los principales dramas que ha enfrentado el Papa Francisco en su mensaje a la ONU con ocasión del 75º aniversario del nacimiento del organismo.

Señor presidente:

¡La paz esté con Ustedes!

Saludo cordialmente a Usted, Señor presidente, y a todas las Delegaciones que participan en esta significativa septuagésima quinta Asamblea General de las Naciones Unidas. En particular, extiendo mis saludos al Secretario General, Sr. António Guterres, a los Jefes de Estado y de Gobierno participantes, y a todos aquellos que están siguiendo el Debate General.

El Septuagésimo quinto aniversario de la ONU es una oportunidad para reiterar el deseo de la Santa Sede de que esta Organización sea un verdadero signo e instrumento de unidad entre los Estados y de servicio a la entera familia humana[1].

Actualmente, nuestro mundo se ve afectado por la pandemia del COVID-19, que ha llevado a la pérdida de muchas vidas. Esta crisis está cambiando nuestra forma de vida, cuestionando nuestros sistemas económicos, sanitarios y sociales, y exponiendo nuestra fragilidad como criaturas.

La pandemia nos llama, de hecho, «a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección […]: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es»[2]. Puede representar una oportunidad real para la conversión, la transformación, para repensar nuestra forma de vida y nuestros sistemas económicos y sociales, que están ampliando las distancias entre pobres y ricos, a raíz de una injusta repartición de los recursos. Pero también puede ser una posibilidad para una “retirada defensiva” con características individualistas y elitistas.

Nos enfrentamos, pues, a la elección entre uno de los dos caminos posibles: uno conduce al fortalecimiento del multilateralismo, expresión de una renovada corresponsabilidad mundial, de una solidaridad fundamentada en la justicia y en el cumplimiento de la paz y de la unidad de la familia humana, proyecto de Dios sobre el mundo; el otro, da preferencia a las actitudes de autosuficiencia, nacionalismo, proteccionismo, individualismo y aislamiento, dejando afuera los más pobres, los más vulnerables, los habitantes de las periferias existenciales. Y ciertamente será perjudicial para la entera comunidad, causando autolesiones a todos. Y esto no debe prevalecer.

La pandemia ha puesto de relieve la urgente necesidad de promover la salud pública y de realizar el derecho de toda persona a la atención médica básica[3]. Por tanto, renuevo el llamado a los responsables políticos y al sector privado a que tomen las medidas adecuadas para garantizar el acceso a las vacunas contra el COVID-19 y a las tecnologías esenciales necesarias para atender a los enfermos. Y si hay que privilegiar a alguien, que ése sea el más pobre, el más vulnerable, aquel que normalmente queda discriminado por no tener poder ni recursos económicos.

La crisis actual también nos ha demostrado que la solidaridad no puede ser una palabra o una promesa vacía. Además, nos muestra la importancia de evitar la tentación de superar nuestros límites naturales. «La libertad humana es capaz de limitar la técnica, orientarla y colocarla al servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral»[4]. También deberíamos tener en cuenta todos estos aspectos en los debates sobre el complejo tema de la inteligencia artificial (IA).

Teniendo esto presente, pienso también en los efectos sobre el trabajo, sector desestabilizado por un mercado laboral cada vez más impulsado por la incertidumbre y la “robotización” generalizada. Es particularmente necesario encontrar nuevas formas de trabajo que sean realmente capaces de satisfacer el potencial humano y que afirmen a la vez nuestra dignidad. Para garantizar un trabajo digno hay que cambiar el paradigma económico dominante que sólo busca ampliar las ganancias de las empresas. El ofrecimiento de trabajo a más personas tendría que ser uno de los principales objetivos de cada empresario, uno de los criterios de éxito de la actividad productiva. El progreso tecnológico es útil y necesario siempre que sirva para hacer que el trabajo de las personas sea más digno, más seguro, menos pesado y agobiante.

Y todo esto requiere un cambio de dirección, y para esto ya tenemos los recursos y tenemos los medios culturales, tecnológicos y tenemos la conciencia social. Sin embargo, este cambio necesita un marco ético más fuerte, capaz de superar la «tan difundida e inconscientemente consolidada “cultura del descarte”»[5].

En el origen de esta cultura del descarte existe una gran falta de respeto por la dignidad humana, una promoción ideológica con visiones reduccionistas de la persona, una negación de la universalidad de sus derechos fundamentales, y un deseo de poder y de control absolutos que domina la sociedad moderna de hoy. Digámoslo por su nombre: esto también es un atentado contra la humanidad. (…)

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Fuente de la entrada: Conferencia Episcopal (You tube)