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BEBER DE NUESTRO PROPIO POZO X

18 julio, 2019

UN VERDADERO PADRE

Leyendo con atención los testimonios de las primeras Hermanas, encontramos muchos rastros de algo que debió de ser una realidad fundamental para aquella nueva Congregación que se iniciaba: las Hermanas amaban mucho al Padre Coll y se sentían muy queridas y cuidadas por él. Y, por su parte, el Padre Coll amaba mucho a las Hermanas y se sentía muy querido y valorado por ellas. Es verdad que a veces nos han contado desprecios e ingratitudes que tuvo que sufrir nuestro Fundador por parte de alguna, pero, si nos atenemos a las fuentes, debemos decir que fueron más bien excepciones a la regla de amor mutuo que predominaba… y que se demostraba. Proponemos un ejemplo entre muchos:

 «Hallábase el P. Coll en N.N., pueblo de la diócesis de Lérida, predicando uno de aquellos famosos Novenarios, que tantas almas ganaban y tan popular le hacían entre las gentes. Noticiosas las Hermanas de Albesa de que tenían tan cerca de sí a su P. Coll, fueron a rendirle el tributo de su obediencia y respeto, y a saciar la santa curiosidad de verle y consultarle. Cuando llegaron estaba precisamente el P. Coll sentado a la mesa, acompañado de varios Sacerdotes. Al anunciarle la visita de las Hermanas, debió mostrar cierta satisfacción; pues uno de los Sacerdotes comensales le dijo: «vaya, P. Coll, ahora ya estará V. contento». El P. Coll, lejos de recurrir a una de esas tantas respuestas equívocas, que expresan lo que no se siente y descubren no pocas veces lo mismo que se trata de ocultar, contestó, con su acostumbrada sencillez: «ya lo creo, como que no soy padrastro». Expresión que edificó a todos, y celebraron con santas efusiones cuantos presentes se hallaban»[1] (Testimonio de la H. Teresa Bernarda Gallomet Puig).

Una segunda versión del mismo hecho, aunque con algunas diferencias, refiere que aquel sacerdote, de un modo algo insidioso, le habría dicho: «Usted, P. Coll, desearía ver siempre a las Hermanas», a lo que, con una sonrisa, contestó: «ya ve, soy Padre; otros serán padrinos»[2].

En una sociedad en que la relación entre hombres y mujeres estaba más que controlada; en una Iglesia en que primaba la sospecha y la desconfianza ante todo aquello que debilitase la estricta distancia que debía establecerse entre un sacerdote y las mujeres ―incluso aunque fueran religiosas de su propia Congregación― es muy sabrosa y dice mucho, de él y de ellas, la frescura y naturalidad con que se vivían y se recordaban tantas anécdotas referidas a ese cariño mutuo, franco y paterno, sencillo y filial. Y hay que decir que el amor a la verdad, junto con la chispa de humor y espontaneidad característicos del Padre Coll lo volvían todo mucho más simple.

 

[1] Francisco Coll, O.P. Testimonios (1812 – 1931), Vito T. Gómez García, OP, Valencia, HH. Dominicas de la Anunciata, 1993, p. 716

[2] Ibid. p. 717