BEBER DE NUESTRO PROPIO POZO X
UN VERDADERO PADRE
Leyendo con atención los testimonios de las primeras Hermanas, encontramos muchos rastros de algo que debió de ser una realidad fundamental para aquella nueva Congregación que se iniciaba: las Hermanas amaban mucho al Padre Coll y se sentían muy queridas y cuidadas por él. Y, por su parte, el Padre Coll amaba mucho a las Hermanas y se sentía muy querido y valorado por ellas. Es verdad que a veces nos han contado desprecios e ingratitudes que tuvo que sufrir nuestro Fundador por parte de alguna, pero, si nos atenemos a las fuentes, debemos decir que fueron más bien excepciones a la regla de amor mutuo que predominaba… y que se demostraba. Proponemos un ejemplo entre muchos:
«Hallábase el P. Coll en N.N., pueblo de la diócesis de Lérida, predicando uno de aquellos famosos Novenarios, que tantas almas ganaban y tan popular le hacían entre las gentes. Noticiosas las Hermanas de Albesa de que tenían tan cerca de sí a su P. Coll, fueron a rendirle el tributo de su obediencia y respeto, y a saciar la santa curiosidad de verle y consultarle. Cuando llegaron estaba precisamente el P. Coll sentado a la mesa, acompañado de varios Sacerdotes. Al anunciarle la visita de las Hermanas, debió mostrar cierta satisfacción; pues uno de los Sacerdotes comensales le dijo: «vaya, P. Coll, ahora ya estará V. contento». El P. Coll, lejos de recurrir a una de esas tantas respuestas equívocas, que expresan lo que no se siente y descubren no pocas veces lo mismo que se trata de ocultar, contestó, con su acostumbrada sencillez: «ya lo creo, como que no soy padrastro». Expresión que edificó a todos, y celebraron con santas efusiones cuantos presentes se hallaban»[1] (Testimonio de la H. Teresa Bernarda Gallomet Puig).
Una segunda versión del mismo hecho, aunque con algunas diferencias, refiere que aquel sacerdote, de un modo algo insidioso, le habría dicho: «Usted, P. Coll, desearía ver siempre a las Hermanas», a lo que, con una sonrisa, contestó: «ya ve, soy Padre; otros serán padrinos»[2].
En una sociedad en que la relación entre hombres y mujeres estaba más que controlada; en una Iglesia en que primaba la sospecha y la desconfianza ante todo aquello que debilitase la estricta distancia que debía establecerse entre un sacerdote y las mujeres ―incluso aunque fueran religiosas de su propia Congregación― es muy sabrosa y dice mucho, de él y de ellas, la frescura y naturalidad con que se vivían y se recordaban tantas anécdotas referidas a ese cariño mutuo, franco y paterno, sencillo y filial. Y hay que decir que el amor a la verdad, junto con la chispa de humor y espontaneidad característicos del Padre Coll lo volvían todo mucho más simple.
[1] Francisco Coll, O.P. Testimonios (1812 – 1931), Vito T. Gómez García, OP, Valencia, HH. Dominicas de la Anunciata, 1993, p. 716
[2] Ibid. p. 717