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ANUNCIATA MISIONERA • TESTIMONIO II

25 octubre, 2019

En este Mes Misionero Extraordinario continuamos compartiendo algunas páginas de la Misión de la Anunciata. Son parte de los escritos de la Hna. Mª Pilar Medrano Pascual (Burgos1936-Valladolid 2017). Corría el año 1976 cuando fue invitada a ser misionera en uno de los lugares más pobres y abandonados del Norte Argentino, en un poblado que había sido una antigua reducción jesuita; por eso los jesuitas también eran parte de este emprendimiento. Aquí, la segunda entrega de su testimonio…

Parte 2  – UN PRIMER AÑO DE ACERCAMIENTO

Ya en el mes de abril, aprovechando un viaje del gran camión del obispado que llevaba material para las obras que se iban haciendo, cargamos nuestras cosas y emprendimos viaje hacia la nueva fundación. Y ahí empezar a abrir los ojos y el corazón para captar ese mundo, esa vida que fluía en lugar tan apartado y que nada tenía que ver con lo que llamamos “nuestra civilización”.

Muchas veces nos decíamos que no habíamos llegado a otro lugar sino a otro planeta.

Yo así lo sentía. Por eso conversando con la Madre Provincial, quedamos en que el primer año no tomaríamos trabajo en la única escuela que entonces había en kilómetros a la redonda, sino que nos dedicaríamos a conocer a esa gente tan particular, su modo de vida y la forma de acercarnos a ellos.

Fue una etapa única en la vida. Con Agustín [misionero jesuita] salíamos cada semana a recorrer una zona de la gran extensión que nos había designado el obispo: la gran parroquia. Él era sumamente organizado, así que primero estudiábamos los lugares que visitaríamos, dónde dormiríamos, qué escuela sería el centro de nuestras reuniones, y ver qué nos tocaba como tema para enseñar. Él había adaptado un proyector para poder pasar diapositivas empleando la batería del coche. Era único en creatividad. Así que tempranito, casi siempre el lunes, nos metíamos en ese monte de estrechos senderos que siempre llevan a algún rancho. La gente, que tiene un oído especial de tanto escuchar el silencio, sentía el ruido del motor a lo lejos y ya se movían para preparar las sillas y aprontar el mate. Allí parábamos, charlábamos un rato, y les decíamos cómo tenían que avisar a los otros ranchos la hora y el lugar donde tendríamos la reunión.

Al fin llegábamos a la escuela, un rancho en medio de esa soledad, siempre procurábamos llegar a buena hora, antes de que los niños se dispersaran por aquellos senderos, pues ellos serían los mensajeros ante sus padres. Por lo general el maestro ya había hablado con alguna familia donde nos hospedaríamos… La vida de los maestros es de lo más dura. Tan lejos de su casa, eran todos de la ciudad pero que iban a esos lugares porque al ser consideradas zonas difíciles tenían un pequeño sobresueldo. Pero la soledad, la vida dura, y la falta de lo más indispensable para la salud como agua potable, y las picaduras de bichos, especialmente de las vinchucas, – todos los maestros del monte tienen mal de chagas –  les llevaba a beber, cosa que hacían con los mismos habitantes siendo un pésimo ejemplo para los niños. Siempre recordaré la vez que llegamos a la escuela – que luego sería la mía – y el maestro estaba tirado sobre la mesa totalmente borracho, y los niños sentados en el suelo, en un silencio total.

Solíamos estar toda la semana por esos parajes, así fui conociendo y amando a esas gentes. Dábamos catequesis a los niños y al atardecer a los mayores que venían, el Padre celebraba la eucaristía y la íbamos explicando, también celebrábamos bautismos. La gente nos contaba que la rezadora les había dado el agua del bautismo pero que nosotros les diéramos los óleos. Fui conociendo que los misioneros antiguos habían preparado a alguna persona en cada zona enseñándoles las oraciones principales, cómo debían bautizar, y dejando una devoción muy marcada a la Virgen y a algún santo. La persona que quedó con esa responsabilidad la había ido transmitiendo y así se había mantenido a lo largo de siglos una fe rudimentaria pero sobre la que ahora podíamos ir ayudándoles a construir su fe.

¡Cuántos recuerdos de aquellas correrías apostólicas! Los encuentros con los niños. Las misas bajo las estrellas. Las catequesis, lo que para aquella gente significaba ver diapositivas. Los pequeños que se acercaban a la pared para tocar aquel burrito que aparecía llevando a la Virgen y ellos no entendían de dónde salía. Las comidas en cualquier rancho; todos nos ofrecían lo poquísimo que tenían. Una sopa hecha con anco, una especie de calabaza riquísima que plantaban en sus cercos y en algunas épocas el choclo. Si se podía y tenían, había un trozo de carne de cabra o conejo cazado en aquellos montes con los perros.

Pero había algo que me empezó a preocupar: la mujer. (…)

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