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TRASLACIÓN DE SANTO DOMINGO

23 mayo, 2018

Hacía doce años que Domingo había fallecido, y sus frailes, centrados en el estudio y la predicación que él tanto les había inculcado, le habían relegado al olvido. Debido a reformas en el convento de San Nicolás de Bolonia, la humilde tumba de Domingo había quedado a la intemperie, por lo que los frailes pidieron permiso al Papa Gregorio IX (ca. 1170-1241) para poder trasladar sus restos mortales a un lugar más digno. Pero el Papa –antiguo amigo de Domingo– aprovechó este percance para reprochar a los frailes su negligencia respecto a su fundador y para ordenar el proceso de su canonización, el cual comenzaría con la solemne traslación de sus restos a otra tumba.

En el proceso de canonización se iba a examinar concienzudamente la calidad espiritual de Domingo. Cualquier cosa que saliese mal sería vista como un signo negativo y pondría bajo sospecha a la Orden por él fundada. Dado que bastantes frailes no habían conocido personalmente a Domingo y no les habían hablado mucho de él, tenían algunas dudas sobre su persona.

De ahí que el relato de este acontecimiento (cf. Libellus 127-129) que nos ha dejado el beato Jordán de Sajonia (ca. 1185-1237), nos muestre que los frailes lo vivieron como una gran prueba en la que Dios debía mostrar que su fundador, efectivamente, no fue una persona de cualidades normales, sino alguien realmente merecedor de ser canonizado.

Dicha prueba, curiosamente, se centró en el olor de sus restos mortales a la hora de abrir la tumba. Debemos tener en cuenta que en aquella época, hace casi ocho siglos, se consideraba que Dios se comunicaba asiduamente por medio de la naturaleza. El propio Domingo así lo creía, por eso accedió a echar un libro al fuego para dejar que Dios lo sacase de él y así mostrase físicamente la verdad (cf. Libellus 24-25). Pues bien, en la traslación de sus restos pasa algo muy parecido: los frailes esperan que Dios muestre físicamente la santidad de Domingo por medio de su buen olor. Lo normal es que éstos oliesen mal, pero Domingo no era una persona «normal», sino un santo, por eso debía oler maravillosamente a santidad. No olvidemos que en el Nuevo Testamento se dice que lo demoniaco tiene un fétido olor a azufre (cf. Ap 20,10) y lo divino huele muy bien (cf. 2Co 2,15). Así pues, los frailes esperaban impacientes a que se abriese la tumba. Y Domingo no les falló: Jordán subraya el magnífico aroma que salió al descubrir sus restos y cómo el perfume se quedaba impregnado en las vestiduras. Sólo Dios podía haber hecho algo así. Con ello probaba la gran calidad espiritual de Domingo.

El fundador de una Orden es, en cierto modo, su semilla: su espiritualidad es el germen de la espiritualidad de la Orden. Si la semilla es buena, la Orden también es buena y, por tanto, da buenos frutos. Por eso la traslación de los restos de Domingo era tan importante, porque estaba en juego el fundamento espiritual de toda la Orden. Lógicamente, una vez mostrada su santidad en la traslación, el proceso de canonización siguió rápidamente su curso y, lo que es también importante, la Orden se tomó muy en serio el rescatar del olvido a su fundador, para que sirviese de ejemplo y referencia para sus hijas e hijos espirituales. Los datos que entonces se recopilaron sobre su vida mostraron con creces que, efectivamente, Domingo es un gran santo.

En conclusión, haciendo memoria de la Traslación de Nuestro Padre Santo Domingo, recordamos cómo Dios atestiguó que la semilla de la cual hemos nacido como Orden y como Familia, es una semilla de gran calidad espiritual.

Fray Julián de Cos

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