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LA PALABRA SIEMPRE ES EFICAZ

12 julio, 2020

(…) El Evangelio de este domingo  15º del tiempo ordinario nos habla de la eficacia de la Palabra de Dios. Cuando Jesús, sentado junto al lago de Genesaret, narra la conocida parábola del sembrador, quiere iluminar una crisis que los discípulos están viviendo. Esa crisis se parece mucho a la que nosotros estamos viviendo hoy, en el corazón de esta pandemia que nos está colocando contra las cuerdas de la paciencia. ¿En qué consiste esta crisis? Los primeros discípulos se habían entusiasmado con el estilo de vida de Jesús y con su palabra fresca e imaginativa. Al principio, muchos se le unieron. Pero −como sucede en todas las aventuras espirituales− pronto empezaron las decepciones.

Algo parecido he visto en algunos modernos “convertidos”. Tras un período inicial de entusiasmo, enseguida se cansan porque las cosas no eran como ellos habían imaginado. Los primeros discípulos no entendían por qué la Palabra de Dios no era capaz de cambiar las cosas. Si es tan eficaz, si −como leemos en la primera lectura de hoy− “no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo” (Is 55,11), ¿por qué hay muchas personas que no se convierten? Acercando la crisis a nuestro tiempo, podríamos desplegar una batería de preguntas: ¿Por qué el Dios providente permite que el mundo padezca una pandemia? ¿Por qué parece que no sirve de nada rezar? ¿Dónde van a parar todos nuestros esfuerzos en el campo de la evangelización si son muchos los que se desentienden de todo lo que tenga que ver con Jesús y su Evangelio? ¿Merece la pena seguir empeñándose en una batalla condenada al fracaso? Frente al virus Covid-19 ¿qué diferencia hay entre un creyente y un ateo? ¿No están sometidos ambos a la misma incertidumbre? ¿Para qué sirve creer en Dios?

Jesús toma en serio nuestras preguntas, pero no cae en la tentación de ofrecernos una receta para cada una de ellas. Nos cuenta una parábola que posteriormente la iglesia de la segunda generación cristiana transformó en una alegoría para aplicarla a la dura situación que estaban viviendo. Lo que nos dice Jesús es fácil de comprender. Dios es como un sembrador que lanza la semilla de su palabra sin fijarse mucho dónde cae. No calcula, es generoso. Un porcentaje alto de la semilla (en torno al 75%) cae al borde del camino, en terreno pedregoso o entre zarzas. Como es natural, muchas semillas no van a fructificar como sería deseable. Pero hay un 25% que cae en tierra buena y produce grano en cantidades diversas: “unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta” (Mt 13,8). No hace falta ser un lince para comprender que con esta parábola Jesús estaba transmitiendo un doble mensaje. En primer lugar, ponía de relieve la sobreabundancia de la Palabra de Dios. El Padre no es tacaño. Prodiga su Palabra, igual que prodiga los frutos de la naturaleza, con exuberante generosidad. Ahora bien, la “eficacia” de la Palabra −como sucede con el trigo− no depende solo de la calidad de la semilla (que en este caso es óptima), sino también de las condiciones del terreno. No es lo mismo ser “tierra buena” que “terreno pedregoso”. Hay una fuerte llamada a creer en la fuerza de la Palabra y, al mismo tiempo, a examinar la calidad de nuestro terreno personal. De nada sirve escuchar la Palabra si no estamos preparados para acogerla y hacerla fructificar. Hay demasiadas preocupaciones y afanes que pueden acabar ahogando la semilla.

Si esta parábola del sembrador la entendiéramos aislada de su contexto, nos sentiríamos cargados con una responsabilidad excesiva. Es como si Jesús nos dijera más o menos esto: “La Palabra de Dios no produce fruto, no es eficaz, porque tú no eres una tierra buena, así que aplícate el cuento”. Es verdad que la preparación del terreno es importante, pero no es toda la verdad. Por eso, los Evangelios añaden otras dos parábolas que completan la enseñanza de la primera: la parábola de la semilla que crece sola (sin que el labrador tenga que obsesionarse con ella) y la del grano de mostaza (que, a pesar de su pequeñez, se convierte en un arbusto gigante). En los tres casos, por caminos que no siempre coinciden con nuestras expectativas, la Palabra de Dios siempre nos transforma. 

No estará de más hacer una conexión con la segunda lectura de la carta a los Romanos. Pablo nos dice que “los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8,18-19). La pandemia nos está poniendo a prueba. Algunas personas han perdido el ánimo y la esperanza. La Palabra de Dios sale a nuestro encuentro para recordarnos que la gloria que Dios nos promete es infinitamente superior a los sufrimientos que padecemos. Más aún, que toda la creación será transformada. Es normal que nos cueste creer esto en plena crisis, pero si para algo sirve la fe es para recordarnos que Dios siempre cumple su Palabra, aunque no sepamos cómo ni cuándo. Esta vez no va a ser una excepción. (…)

Gonzalo Fernández Sanz cmf