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HACE 40 AÑOS QUE FUE BEATIFICADO EL PADRE COLL

29 abril, 2019

El 29 de abril de 1979 el Papa Juan Pablo II, actualmente Santo, presidió la ceremonia de BEATIFICACIÓN del P. Coll.

HOMILIA DE LA BEATIFICACIÓN

  1. Aleluya. Aleluya. En este III domingo de Pascua nuestro gozo pascual se manifiesta como un eco de la alegría desbordante de los Apóstoles, que reconocieron a Cristo resucitado ya desde el primer día. La tarde de Pascua «Cristo se presentó en medio de ellos». «Les mostró sus manos y sus pies». Les invitó a palparlo con sus manos. Comió con ellos (cf. Lc 24, 36. 39. 40). Sobrecogidos de estupor y tardos en creer, los Apóstoles lo reconocieron al fin. «Se alegraron viendo al Señor» (Jn 20, 20; Lc 24, 41); y en adelante nadie podrá quitarles este gozo (cf. Jn 16, 22), ni acallar su testimonio (cf. Act 4, 20). Poco antes, a los discípulos de Emaús les ardía el corazón mientras Jesús les hablaba en el camino y les explicaba las Escrituras; y lo habían reconocido ellos también en el partir el pan (cf. Lc 24, 32. 35).

La alegría de estos testigos es también la nuestra, queridos hermanos y hermanas, pues participamos de su fe en Cristo resucitado. Glorificado junto al Padre, sigue atrayendo a los hombres hacia El y sigue comunicándoles su vida, el Espíritu de santidad, a la vez que les prepara un lugar en la casa de su Padre. Precisamente hoy este gozo encuentra confirmación esplendente, pues celebramos a dos servidores admirables de Dios que brillaron en nuestra tierra el siglo pasado con la santidad de Cristo, y que la Iglesia está ya en condiciones de declarar Beatos y proponer al culto particular y a la admiración de los fieles: el p. Laval y el p. Coll. que ahora vamos a contemplar.

  1. (… ) relativo al P. Laval
  2. Un segundo motivo de alegría eclesial es la beatificación de otra figura que la Iglesia quiere hoy exaltar y proponer a la imitación del Pueblo de Dios: el padre Francisco Coll. Una nueva gloria de la gran familia dominicana y, no menos, de la familia diocesana de Vich. Un religioso y a la vez un modelo de apóstol —durante gran parte de su vida— entre las filas del clero vicense.

Una de esas personalidades eclesiales que, en la segunda mitad del siglo XIX, enriquecen a la Iglesia con nuevas fundaciones religiosas. Un hijo de la tierra española, de Cataluña, en la que han brotado tantas almas generosas que han legado a la Iglesia una herencia fecunda.

En nuestro caso, esa herencia se concreta en una labor magnífica e incansable de predicación evangélica, que culmina en la fundación del instituto hoy llamado de las Religiosas Dominicas de la Anunciata, en gran número aquí presentes para celebrar a su padre Fundador, unidas a tantos miembros de las diversas obras a las que la congregación ha dado vida.

No podemos presentar ahora una semblanza completa del nuevo Beato, espejo admirable —como habéis podido observar a través de la lectura de su biografía— de heroicas virtudes humanas, cristianas, religiosas, que le hacen digno de elogio y de imitación en nuestra peregrinación terrena. Limitémonos a discurrir brevemente acerca de un aspecto más saliente en esta figura eclesial.

Lo que más impresiona al acercarse a la vida del nuevo Beato es su afán evangelizador. En un momento histórico muy difícil, en el que las convulsiones sociales y las leyes persecutorias contra la Iglesia le hacen abandonar su convento y vivir permanentemente fuera de él, el padre Coll, colocándose por encima de inspiraciones humanas, sociológicas o políticas, se consagra enteramente a una asombrosa tarea de predicación. Tanto durante su ministerio parroquial, especialmente en Artés y Moyá, como en su fase posterior de misionero apostólico, el padre Coll se manifiesta un verdadero catequista, un evangelizador, en la mejor línea de la Orden de Predicadores.

En sus incontables correrías apostólicas por toda Cataluña, a través de memorables misiones populares y otras formas de predicación, el padre Coll —mosén Coll para muchos— es transmisor de fe, sembrador de esperanza, predicador de amor, de paz, de reconciliación entre quienes las pasiones, la guerra y el odio mantenían divididos. Verdadero hombre de Dios, vive en plenitud su identidad sacerdotal y religiosa, hecha fuente de inspiración en toda su tarea. A quien no siempre comprende los motivos de ciertas actitudes suyas, responde con un convencido «porque soy religioso«. Esa profunda conciencia de sí mismo, es la que orienta su labor incesante.

Una tarea absorbente, pero a la que no falta una base sólida: la oración frecuente, que es el motor de su actividad apostólica. En ese punto, el nuevo Beato habla de manera bien elocuente: es él mismo hombre de oración; por ese camino quiere introducir a los fieles (basta ver lo que dice en sus dos publicaciones: La hermosa rosa y La escala del cielo); ése es el sendero que señala en la regla a sus hijas, con palabras vibrantes, que por su actualidad hago también mías: «La vida de las Hermanas debe ser vida de oración. (…). Por esto os recomiendo y os vuelvo a recomendar, amadas Hermanas: no dejéis la oración«.

El neo-Beato recomienda diversas formas de plegaria que sostenga la actividad apostólica. Pero hay una que es su preferida y que tengo especial agrado en recoger y subrayar: la oración hecha contemplando los misterios del Rosario; esa «escala para subir al cielo«, compuesta de oración mental y vocal que «son las dos alas que el Rosario de María ofrece a las almas cristianas». Una forma de oración que también el Papa practica con asiduidad y a la que os invita a uniros a todos vosotros, sobre todo en el próximo mes de mayo consagrado a la Virgen.

Concluyo estas reflexiones en lengua española saludando a las autoridades que han venido para estas celebraciones en honor del padre Coll. Invitando a todos a imitar sus ejemplos de vida, pero en especial a los hijos de Santo Domingo, al clero y particularmente a vosotras, Hermanas Dominicas de la Anunciata, venidas de España, de Europa, de América y África, donde vuestra actividad religiosa se despliega con generosidad.

  1. (…)

Recemos, pues a los nuevos Beatos para que estén cercanos a nosotros con su intercesión y nos guíen a una experiencia personal y profunda de Cristo resucitado, que haga también a nuestros corazones «arder en el pecho», como ardían los corazones de los dos discípulos en el camino de Emaús, mientras Jesús «hablaba con ellos y les declaraba las Escrituras» (cf. Lc 24, 32). En efecto, sólo quien puede decir: «Lo conozco» —y San Juan nos ha advertido que esto no lo puede decir quien no vive según los mandamientos de Cristo (cf. II lectura)—, sólo quien ha alcanzado un conocimiento «existencial» de Él y de su Evangelio, puede ofrecer a los otros una catequesis creíble, incisiva, fascinante.

La vida de los dos nuevos Beatos es una prueba elocuente de esto.

¡Que su ejemplo no resulte vano para nosotros!

Papa Juan Pablo II