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HERMANA ROSA SANTAEUGENIA

30 marzo, 2021

Primera Priora General de las Hermanas Dominicas de la Anunciata

30 de marzo – 132 aniversario de su muerte

Rosa Santaeugenia nació en 1831 en la villa catalana de Moià. Su infancia transcurrió en una época difícil debido a las guerras carlistas: a los 8 años la familia sufrió un duro golpe, al morir el padre y ser incendiada la ciudad. La pequeña Rosa fue acogida en casa de unos amigos de la familia, y allí fue creciendo en virtud y floreciendo en la vida cristiana. Ya muy joven despunta en ella la vocación religiosa, pero debido a su baja estatura es rechazada en las dos congregaciones en las que pide admisión. Aunque este hecho le provocó gran sufrimiento, no perdió las esperanzas, y con menos de 20 años ya la vemos integrando una nueva asociación de doncellas piadosas que se dedicaban al servicio de los enfermos y a la enseñanza de los niños. Rosa se va comprometiendo cada vez más, estudia y  consigue el título oficial de maestra en 1856. La asociación a la que pertenecía, denominada las Servitas, no era una congregación religiosa formalmente organizada y, cuando conocen la obra del Padre Coll, deciden sumarse a su proyecto. Así, Rosa Santaeugenia forma parte de las primeras 10 hermanas que, en septiembre de 1857, profesan como Terciarias Dominicas (luego llamadas Dominicas de la Anunciata), congregación fundada el año anterior.

Muy pronto Rosa se gana toda la confianza del Padre Coll convirtiéndose en la compañera ideal para llevar a cabo las nuevas fundaciones, especialmente las de enseñanza, aspecto en el que ella destacaba por su experiencia y capacidad. Pero el Padre Coll ve en ella no sólo las cualidades educativas, sino la virtud religiosa, la sabiduría, el trato amable con las Hermanas y la capacidad organizativa, por lo que en 1863, con sólo unos 32 años, la nombra primera Priora General del Instituto, cargo que ejercerá hasta su muerte.

Humilde, afable, cordial, orante, inteligente, emprendedora, valiente, muy caritativa, era recordada por las hermanas en las Crónicas como la alegría de la casa. Como una verdadera Madre se preocupaba por todas, las consolaba en sus penas, acompañaba a las enfermas, animaba a las tímidas, encendía en las hermanas el amor por la misión y, con su misma vida, irradiaba la vivencia profunda de su consagración religiosa. Cuando el P. Coll enfermó, fue la que más se destacó en todos los cuidados y cariño que le prodigó hasta el final. Entre sus grandes obras figuran el enorme crecimiento y consolidación de la Congregación en su período, la expansión de la Anunciata hacia fuera de Cataluña y la construcción de la Casa Madre de Vic.

Figura discreta pero esencial en el origen de la Congregación, fue verdadero «Testigo de la Luz» del Evangelio, comprometida en llegar con la luz de la enseñanza especialmente a las niñas que tenían menos posibilidades educativas. Tomando la antorcha del Padre Coll, transmitió con gran fidelidad el legado del Fundador a las nuevas generaciones de Hermanas. Murió en 1889, a los 58 años, probablemente vencida su salud bajo el peso de los muchos trabajos y responsabilidades que había asumido en la vida.  La fecundidad de su entrega fue tal que a su muerte había dejado fundadas casi cien comunidades y dado la entrada a más de 700 hermanas. Su valioso legado ha sido resumido con verdad en esta sencilla frase: «En sus manos todo crecía».