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FELICES LOS QUE CREAN SIN HABER VISTO

15 abril, 2023

En el evangelio del segundo domingo de Pascua encontramos la última bienaventuranza con la que se cierran los evangelios, que es también la primera que aparece: la bienaventuranza de la fe. El evangelista Lucas ve esa bienaventuranza realizada en María: ella es feliz, porque ha creído en la Palabra del Señor (Lc 1,45). Y el cuarto evangelio repite la bienaventuranza de la fe, pero la extiende a todos los creyentes en Jesús resucitado (Jn 20,29). Creer en la Palabra del Señor de forma incondicional, sin necesidad de más apoyo que la propia Palabra. Creer sin necesidad de signos es lo propio de la fe cristiana, que contrasta con el modo judío de creer, pues los judíos, para creer piden signos (1 Cor 1,22). No es extraño que a Jesús los judíos le estén continuamente pidiendo signos: ¿qué signos haces tú, para que viéndolos creamos en ti? (Jn 6,30). Incluso en el momento de la cruz siguen pidiendo signos: que baje de la cruz (¡qué mejor signo!) y creeremos en él (Mt 27,42).

Un aspecto importante de la fe que aparece en este evangelio es su dimensión eclesial. Sólo unido al grupo de los discípulos puede Tomás ver a Jesús resucitado. En la Iglesia, en la comunidad de los creyentes, se cobra conciencia del nuevo modo de presencia del resucitado: por medio de la eucaristía y de su Palabra. Cierto, también está presente fuera de la Iglesia, en el prójimo enfermo y necesitado, pero solo en la Iglesia es posible discernir esa presencia, solo la Iglesia ofrece las claves para encontrarle en todas partes.

Tomás, como muchos de nosotros, necesita ver y tocar, busca pruebas de la resurrección. Se trata de un estadio de la fe que hay que superar. Hay que dejar de creer a base de signos (como los judíos) para creer incondicionalmente. La resurrección no se prueba, se cree. Lo interesante es que Tomás termina por creer en la divinidad del resucitado sin necesidad de ver ni tocar. Jesús le invita a tocar, pero Tomás, sin tocar, confiesa: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28), confesión que va más allá de cualquier manifestación corporal o humana. En los tocamientos humanos solo aparece lo humano. Con María, modelo de la bienaventuranza de la fe, ocurre algo parecido: ante sus dudas y preguntas, el mensajero divino le ofrece una señal: Isabel, la estéril, está embarazada. Y María, antes de comprobar el embarazo, antes de ver el signo, acepta incondicionalmente la Palabra: aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra (Lc 1,36-38).

Esa es la fe que Jesús pide: creer sin ver signos. Jesús proclama dichosos a los que le aceptan incondicionalmente, a los que se fían de su Palabra. Esta confianza solo es posible en un clima de amor, porque sólo el amor hace que uno crea en el amado, a pesar de las dudas, las apariencias o las habladurías de los enemigos. “Creo en ti”, te creo a pesar de todo, con signos o sin ellos, a pesar de lo duro que es tu lenguaje (Jn 6,60), porque sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6,68).

Martín Gelabert Ballester O.P.

Fuente: nihilobstat