NOTICIAS

ENTRAÑAS DE MISERICORDIA: MADRE ROSA SANTAEUGENIA II

27 noviembre, 2019

Con la intención de seguir profundizando distintos aspectos de nuestro carisma y de nuestra historia congregacional, rescatamos un bello artículo realizado hace muchos años por la Hna. María Jesús Muñoz, cuyo tema continúa teniendo plena vigencia. Fue  publicado en Boletín Anunciata nn. 229-230, en ocasión de la celebración del Centenario de la muerte de Rosa Santaeugenia.

Veamos seguidamente la estrecha unión y colaboración entre el P. Coll y Rosa Santaeugenia. Diríase vulgarmente que «tal para cual». Procedente de las Servitas, es admitida a la Congregación en 1857; tan sólo hacía unos meses que se había fundado el Instituto; por entonces contaba ella veinticuatro años. A pesar de su juventud pronto es nombrada «directora» de las demás Hermanas a la par que se convierte en compañera inseparable de todas las negociaciones y fundaciones del P. Coll.

Tres años más tarde, en 1860, será nombrada priora de la Casa Madre y, en 1864, a sus treinta y un años, la vemos convertida en primera Priora General de la Congregación. Esto que bien pudiera parecer una «carrera relámpago» no es más que el reflejo de su propia valía interior. Sobre sus hombros pesa ya toda la responsabilidad de la naciente congregación.

No deberíamos olvidar que en 1869 sufre el P. Coll su primer ataque apoplético y esto supondrá, entre otras cosas, una duplicidad en el trabajo al verse obligada, ahora, a visitar todas las casas. Por el ritmo de viajes y fundaciones aquí y allá, descubrimos la riqueza de un alma que desborda a fin de estimular la fidelidad al carisma e impulsar a la creciente tarea apostólica.

En relación con la última enfermedad del P. Coll leemos en una biografía anónima que se conserva en el archivo de la Casa Generalicia: «…el trabajo de la Hna. Rosa se duplicó, pues hubo de cargar sobre sus hombros parte del que correspondía al Santo Misionero, en la dirección del Instituto. Tan abrumadora tarea no logró alterar lo más mínimo el temperamento apacible y el carácter ecuánime de la Hna. Rosa Santaeugenia, al contrario, alternaba la sequedad de los problemas de gobierno con el trato más dulce y cariñoso con el amado enfermo. Pasaba largos ratos a su lado. Sentía una pena atroz viéndole quedarse paulatinamente ciego. Cada vez que la inminencia de un nuevo ataque nublaba las facultades del P. Coll, las Hermanas la veían llorar delante del Sagrario. Y luego, más afectuosa que nunca, le ayudaba a rezar el Rosario y hasta le ponía la comida en la boca, cual si fuera un niño».

No puedo leer este párrafo sin experimentar una profunda sensación de agradecimiento hacia quien tanto hizo por el Padre fundador. Más que solicitud filial se trató de solicitud materna. La imagino, en su impotencia ante lo irreversible, «llorar delante del Sagrario»…, mujer de profunda fe mariana, «ayudarle a rezar el Rosario»… paciente y amable, «dándole de comer»…

Quedan estos detalles de ternura para consideración de cada una y ojalá nos ayuden a interiorizar el alcance de nuestra fraternidad, siempre llamada a crecer más y más. ¡Qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos! (Ps. 133).

En octubre de 1874 el P. Coll tuvo que ser trasladado al Asilo de sacerdotes enfermos. Todavía se «discute» entre sus hijas el por-qué de este traslado, para unas certero, para otras desafortunado.

A nadie se le ocultan los motivos que indujeron a ello, uno externo y otro interno. Primera causa: evitarle la inseguridad de la Casa Madre a raíz de la tercera guerra carlista (aquella parte de la ciudad era una de las más castigadas durante los ataques militares). Segunda causa: acallar las quejas que algunas Hermanas daban de él, por los trastornos mentales de la apoplejía. Por entonces ya estaba nuestro Padre hundido en una casi total postración, con más ratos de anomalía mental que de lucidez.

Por el enfermo, médicamente hablando, ya no se podía hacer nada. Humanamente hablando, todo. No le faltó a la M. Rosa tacto ni coraje sino todo lo contrario. Prefirió duplicar sus desvelos y cuidados por él, visitándolo cada día, antes que algunas hijas faltasen a la caridad. Esto le «dolía” más  que todo lo demás, porque con aquella separación era ella quien perdía «la mejor parte». Cada cual puede interpretar el hecho como quiera, pues caben distintos puntos de vista. Particularmente me consuela y anima el comprobar que se cumplió el vaticino que el P. Coll había predicho hacía cuatro años[1] y que el Señor tuvo a bien probarle hasta el fin como el oro en el crisol (Sab. 3,6), desasido de todo ante la muerte. Y por lo que respecta a la M. Rosa, las fuentes son unánimes en concluir que este hecho la apenó sobremanera, que lloró amargamente la separación y que sobrellevó con fortaleza esta lenta agonía del Padre a quien tanto amaba.

Solamente una fuerza superior, un amor entrañable que brotaba más allá de sí misma pudo impulsarla a manifestar aquellos gestos de tanta misericordia y bondad. Leemos en la biografía anónima: «Madre Rosa Santaeugenia lo visitaba diariamente prodigándole toda clase de consuelos y estuvo presente en el acto de administrarle los últimos Sacramentos. Momentos antes de morir aún la reconoció, pero no acertaba a llamarla Rosa, sino María».

Puesta a compartir, no oculto la emoción que me embarga al leer este pequeño texto. En ese querer-ir-más-allá, me resulta fácil ver, ―reconocer― en nuestro P. Coll la figura de Cristo sufriente a punto de expirar, la mirada clavada en el rostro del Padre (él acostumbraba a llamarlo el «Padre de las Misericordias»…) y el corazón latiendo al unísono con el de la Madre (¡cuántas veces no habría dicho él: «ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte«…). Sí, me emociona ese trueque de nombres, ese haber llamado «María» a aquella hija predilecta a quien nos dejaba por madre. «¡María!». Seguro que en su boca se le hacía el nombre dulce y familiar.

El P. Coll veía («sin ver») a María en Rosa Santaeugenia, aquella mujer pequeña pero de tan grande espíritu. Ambos tenían a María como «música de fondo»; pues nuestra querida M. Rosa se murió en manos del Señor musitando el Avemaría…

Acabo ya estas reflexiones. Nos hemos encontrado con una mujer inserta en el mundo que le tocó vivir y, al mismo tiempo, sumida en la presencia del Señor, siempre pendiente de hacer su voluntad.

A los misericordiosos les fue prometida la plenitud de la misericordia (Mt. 5,7) y ella paladeó el sabor de una exquisita caridad en acción, sintiendo «más felicidad en dar que en recibir» (Hch. 20,35). Se me ocurre pensar que la misericordia es, en verdad, la llave que abre de par en par el corazón de Dios, porque su corazón no es solamente un abismo de amor sino también de misericordia.

Que María, Madre de Misericordia, nos conceda la gracia de ser, a imitación de Rosa Santaeugenia, testigos del amor misericordioso de Jesús, prontas a compadecemos de todos los que sufren en el cuerpo o en el alma y sepamos convertirnos y convertir en ofrenda permanente, agradable a Dios, todo sufrimiento, toda desolación o soledad y toda dolencia. Que así sea para que podamos experimentar la incomparable alegría de «completar en nuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Cfr. Col. 1,24)

María Jesús Muñoz

[1] Cfr. Lesmes Alcalde, Vida, pág. 573