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ENTRAÑAS DE MISERICORDIA: MADRE ROSA SANTAEUGENIA I

20 noviembre, 2019

Con la intención de seguir profundizando distintos aspectos de nuestro carisma y de nuestra historia congregacional, rescatamos un bello artículo realizado hace muchos años por la Hna. María Jesús Muñoz, cuyo tema continúa teniendo plena vigencia. Fue  publicado en Boletín Anunciata nn. 229-230, en ocasión de la celebración del Centenario de la muerte de Rosa Santaeugenia.

«Cristo pertenece a los humildes de corazón, no a los que se exaltan sobre el rebaño» (San Clemente Romano).

Rosa Santaeugenia es una de esas almas sencillas y humildes de corazón, una mujer que, a pesar de haber desempeñado el cargo de primera Priora General durante veinticinco años y haber sido cofundadora, puso verdadero empeño en pasar desapercibida. Creo que lo consiguió. Fue como el grano de semilla que, para dar mucho fruto, se ocultó en la tierra.

En este año conmemoramos el centenario de su muerte, acaecida el 30 de marzo de 1889, y me temo que hoy día sabemos más de su quehacer que de la hondura de su ser. Dicho de otra manera: conocemos más las obras que ella hizo que la obra que, en ella, llevó a término Aquel que la vivificó con su gracia y con sus dones.

Reconocer el misterio que se esconde detrás de cada cual o detrás de cada cosa es difícil. Cuando hace años leí por vez primera la biografía y nota necrológica de Rosa Santaeugenia, quedé poco impresionada aunque confieso que sí me impactó su arrolladora actividad apostólica; con todo, no supe vislumbrar aquel «algo» que intuía se me escapaba.

Pasado el tiempo, tras una segunda y tercera relectura, aquella «mujer con talla de niña» (como se la describe en la biografía y confirma la única fotografía que conservamos) ha cobrado ante mis ojos una «talla de gigante»; me sorprendo de no haberme sorprendido primero.

El eje que configura su espiritualidad se apoya en tres puntos fundamentales: atenta escucha a la Palabra, amor a la Eucaristía y filial devoción a María ―devoción que solía explicitar con el rezo completo del Rosario―. Sin embargo, destaca en ella otro aspecto menos conocido y que, a mi juicio, es clave a la hora de interpretar la profundidad y alcance de su persona, de su obra y de su mensaje, mensaje que a primera vista apenas se detecta (al menos yo no supe detectarlo), pero que emitió con tanta más intensidad cuanto más silencio guardó al emitirlo.

¿Qué mensaje fue éste? Vivir la misericordia de Dios y expresarla. Lo digo convencida, si tuviese que sintetizar en pocas palabras quién fue Rosa Santaeugenia, diría: una mujer con entrañas de misericordia. Descubrir esta faceta supuso para mí un gozo indecible. ¿Por qué?: porque este «programa de misericordia» fue el del Maestro.

En el n. 8 de la Encíclica «Dives in Misericordia» leemos: «El programa mesiánico de Cristo -programa de misericordia-, se convierte en el programa de su pueblo, el de su Iglesia. Al centro del mismo está siempre la cruz, ya que en ella la revelación del amor misericordioso alcanza su punto culminante». Y, en el n. 14,: «el hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo».

En modo alguno tendremos que forzar los textos para resaltar su caridad extraordinaria. Si creer en el amor de Dios significa creer en su misericordia y, consiguientemente, traducir esa fe en obras, la vida de Rosa Santaeugenia se condensa en una exquisita sensibilidad y ternura hacia el prójimo, especialmente hacia el más desvalido. A imitación de Jesús proclamó con gestos y actitudes más que con palabras, el amor que la embargaba. En esto consiste precisamente el amor misericordioso revelado por el Señor: inclinarse hacia toda miseria humana, conmoverse ante la indigencia del hermano y pasar por el mundo sanando toda enfermedad y toda dolencia (Cf. Mt. 4,23).

No necesitamos hacer una apología porque la evidencia no requiere demostraciones y tampoco viene al caso un panegírico porque la verdad resplandece por sí misma. Si aquí dejamos constancia de la anchura de corazón que tuvo para con los niños, ancianos y necesitados de consuelo o consejo, es tan sólo con la única intención de avivar o estimular más en nosotras esta bienaventuranza. Tengo pleno convencimiento de que al haber sido «la primera de entre las primeras Hermanas» esta gracia le fue dada no sólo como don personal sino también como carisma, siendo así que todas nosotras, Dominicas de la Anunciata, somos partícipes y depositarias de tan sobreabundante herencia.

¿Qué no hizo en favor de la educación de las niñas?

Baste recordar que, en 1864, cuando asumió el cargo de Priora General de la Congregación, ésta contaba con unas treinta y tres casas filiales y en un período de veinticinco años dejó cerca de un centenar. No me extiendo en este punto capital, solamente he querido constatar el dato: la preocupación y eficacia social de cara a un sector marginado en la segunda mitad del siglo XIX. Donde, a mi juicio, se palpa más concretamente su profundísima actitud de misericordia es en el trato cercano y afectuoso para con las Hermanas enfermas o necesitadas de consejo y consuelo. Cito textualmente de la biografía del P. Paulino Álvarez[1]: «Era admirable su humildad, modestia e igualdad de ánimo. La caridad, la prudencia y mansedumbre con que corregía a las religiosas edificaban y conmovían a las corregidas. Era el paño de lágrimas de todas las atribuladas, animaba a las tímidas, desvanecía los escrúpulos, hacía a todas la vida alegre. Visitaba y consolaba a las enfermas como tierna madre, las procuraba con generosidad cuanto querían o necesitaban y, en caso de muerte, personalmente las asistía hasta el último momento.»

Sin duda puso especial empeño en hacer vida el capítulo XV de la Regla o Forma de vivir de las Hermanas. En el necrologio leemos que era «modelo acabado de todas las virtudes religiosas para sus hijas espirituales, en especial de observancia de los santos votos y de la Santa Regla, acompañando siempre con el ejemplo las frecuentes, oportunas y cordiales exhortaciones con que siempre procuró infundir en sus hijas el conocimiento y práctica de ellas».

También es obra de misericordia la corrección fraterna y el ayudar a los demás a llevar la cruz. Los textos anteriores nos muestran que obraba así, olvidándose de sí misma y entregada a los demás, irradiando bondad y compasión hacia el necesitado. Revestida de los mismos sentimientos que tuvo Cristo y, como él, inclinada hacia los más pobres. Todo esto, imagino, al margen de una planificación de “líneas de fuerza operativas»…, sólo al soplo del Espíritu, dejando sitio a la espontaneidad del alma que se esponja en Dios y al cultivo de lo más gratuito y vivificante. Me gusta pensarla así, en esta especie de connaturalidad con lo divino, como una barca a vela desplegada surcando, segura y decidida, el inmenso e insondable mar de Dios.

Fue Bernanos quien dijo que «los pobres tienen más necesidad de amistad que de pan» y Juan Pablo II quien hace “una vibrante llamada a la Iglesia a la misericordia, de la que el hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. Y tienen necesidad, aunque con frecuencia no lo saben»[2]. La M. Rosa repartió «pan» pero, sobre todo, amistad y misericordia.

[1]  Santos, Bienaventurados, Venerables de la Orden, volumen cuarto, de Paulino Álvarez, OP.

[2] Dives in misericordia 2.