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EL SILENCIO DE MARIA

24 diciembre, 2019

¿Qué pasa cuando la realidad no coincide con nuestras expectativas? Navidad es una celebración de la vida. Donde hay vida hay alegría y esperanza. Sin embargo, la muerte no hace ninguna tregua. Las personas siguen muriendo también en estos días santos. Mueren definitivamente o mueren de soledad, tristeza o desesperación. Para quienes viven solos contra su voluntad, la contemplación de familias numerosas que se reúnen a la mesa resulta a menudo una provocación. Quienes están postrados en la cama a causa de enfermedades crónicas pueden sentirse heridos por la proliferación de villancicos e invitaciones a la felicidad. Los que están presos o han emigrado en busca de un futuro mejor, pueden sentir que la Navidad es más un martirio que una celebración gozosa. La vida es muy compleja. Junto a quienes disfrutan degustando un menú suculento y brindando por el futuro, pueden vivir personas desahuciadas, deprimidas y aisladas. ¿Es posible estar alegre cuando sabemos que hay tantas personas que sufren? ¿No es la Navidad, en definitiva, una broma de mal gusto, una forma superficial de encubrir el dolor del mundo?

En un día como hoy, víspera de la gran celebración litúrgica del nacimiento de Jesús, es bueno rescatar algún tiempo de silencio antes de visitar a los amigos, sentarnos a la mesa o participar en la Misa de medianoche. Pasear por un bosque o un parque, entrar en una iglesia vacía o retirarnos a nuestra habitación, es un ejercicio saludable antes de afrontar las fiestas que llegan. Para dar densidad a ese silencio y no abandonarnos a nostalgias o ensoñaciones, es bueno imaginar cómo fue el silencio de la joven María las horas previas a dar a luz. Ninguno de los evangelistas nos transmite una sola palabra pronunciada por María en ese trance. Conocemos algunas palabras de María en el momento de la anunciación o cuando Jesús cumplió doce años, pero ninguna durante el alumbramiento de su hijo. Lucas se limita a decirnos que María guardaba todo en el corazón, permanecía en un silencio contemplativo, rumiando todo con calma, reconociendo la huella de Dios en lo que le estaba sucediendo, admirándose de lo que estaba viviendo.

Si no queremos morir de excesos navideños, tenemos que aprender también nosotros a “guardar todo en el corazón”. Ese “todo” engloba muchas cosas que inopinadamente acuden a nuestra mente: el recuerdo de los seres queridos ya fallecidos, la nostalgia de los ausentes, la dificultad de sentir alegría cuando sabemos que muchos lo están pasando mal, los pequeños detalles que hacen de estas fechas algo diferente en el calendario del año, las preguntas que nunca nos dejan (¿Será posible que Dios se haya encarnado en un pequeño ser humano? ¿Tendrá la Navidad un sentido real o es solo el símbolo de la necesidad humana de renacer cuando todo parece ya gastado?), los encuentros superficiales y los que dejan huella, las comidas que recrean vínculos y las que nos distancian, los deseos de estar a la altura de lo que nosotros mismos deseamos a los demás, la necesidad de desconectarnos de todo para estar con nosotros mismos… Solo un silencio como el de María puede ayudarnos a unir todos los puntos dispersos hasta dibujar con ellos una silueta hermosa y con sentido. Este silencio mariano nos prepara para acoger el misterio que se produce en la noche silenciosa de la Navidad.

Gonzalo Fernández Sanz cmf