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10 LECCIONES DE LA PANDEMIA

29 mayo, 2021

A lo largo de todo el mes de mayo hemos estado orando por el final de la pandemia desde diversos santuarios marianos de todo el mundo: algunos muy conocidos (como Fátima, Montserrat o Guadalupe) y otros casi desconocidos (como la Virgen de Nagasaki en Japón o el Santuario de la Madre de Dios en Ucrania). Ha pasado más de un año desde que empezó esta pesadilla. Lo que empezó siendo un problema sanitario se fue convirtiendo, poco a poco, en problema psicológico, económico, social… y espiritual. Aunque personalmente nos hayamos visto libres del Covid-19, es muy probable que a nuestro alrededor  haya habido personas infectadas, incluso muertas. Llevamos ya casi 170 millones de infectados y más de 3 millones y medio de muertos en todo el mundo. Las cifras oficiales no reflejan bien la magnitud de la tragedia. Millones de familias se han visto afectadas de múltiples maneras.

Tras el sobresalto, el temor y la incertidumbre de la primera hora y del tiempo del confinamiento, hemos entrado desde hace meses en “el estado de languidez”. ¿Estaremos en condiciones de hacer un primer balance de la experiencia vivida? ¿Qué hemos experimentado y aprendido en este tiempo? ¿Cómo vivir espiritualmente la crisis?

Comparto a vuelapluma 10 lecciones que, en realidad, son solo pistas para que cada uno podamos hacer nuestro balance personal.

1. La vida tiene más de sorpresa que de programa

Vivimos una cultura que programa el futuro para poder producir más y mejor. También la cultura de la programación se da en la Iglesia y en la vida consagrada. La pandemia nos ha enseñado que la vida −en su belleza y en su miseria− escapa a todo control porque es una realidad compleja, no solo complicada. No se trata, pues, de querer controlarlo todo, sino de desarrollar una mentalidad “estratégica” que nos ayude a sacar partido de todo lo que sucede: lo programado y lo sorprendente. En una sociedad líquida como la nuestra, necesitamos una mentalidad flexible que separa adaptarse a las circunstancias cambiantes.

2. Todos somos frágiles y vulnerables

El virus no distingue entre ricos y pobres, creyentes y ateos, laicos y religiosos. En la enfermedad y en la muerte todos nos igualamos. Hay un “ecumenismo” de la fragilidad que nos une más que el éxito. En la historia humana no todo es progreso. De vez en cuando, hay reveses naturales o sociales que nos ponen contra las cuerdas y nos recuerdan que no somos omnipotentes. Es una oportunidad única para redescubrir el significado de la humildad.

3. Formamos parte de un ecosistema herido

Aunque todavía se desconoce el origen del virus, parece claro que el desorden ecológico que hemos creado durante las décadas de la revolución industrial nos está pasando factura. No podemos estar sanos en un planeta enfermo. Ser espiritual significa saberse parte de un ecosistema en el que todos los seres estamos interrelacionados.

4. Dios no juega con los virus

La pandemia no es un castigo divino, una especie de moderna “plaga bíblica” para poner de rodillas al mundo por sus pecados, aun cuando nuestro pecado personal y social sea el responsable de muchos de los desórdenes que padecemos. Dios está sufriendo con nosotros que sufrimos. Nos da fuerza para resistir y combatir. Nos acoge cuando caemos. Nuestra imagen de un Dios “intervencionista” se ha visto cuestionada por su aparente “pasividad”. Si es misericordioso y se compadece de los seres humanos, ¿por qué no elimina de un plumazo un virus tan dañino? De nuevo hemos tenido que desempolvar viejos conceptos como trascendencia divina, providencia, autonomía de las realidades creadas, libertad y responsabilidad humanas, etc. La mera teodicea no es suficiente.

5. No podemos abandonar a los enfermos y a los ancianos

Hemos sido crueles con los ancianos que vivían solos en sus casas o en residencias. Nos ha faltado previsión y quizás también sensibilidad. Muchos han muerto casi abandonados o han estado muchos meses aislados, sin visitas y casi sin compañía. Tenemos una sanidad que todavía no ha desarrollado suficientemente la atención humana, aunque se han dado pasos. La grandeza de una sociedad se mide por la atención que presta a los más débiles.

6. La muerte nos confronta con el misterio de la vida

La muerte, tan escondida y maquillada en las sociedades modernas occidentales, con el Covid ha saltado al primer plano. Todos conservamos imágenes que han herido nuestras retinas. Las generaciones más jóvenes se han encontrado una realidad que casi ignoraban. Muchos nos hemos preguntado por el destino del ser humano. ¿Es la muerte la última palabra? ¿Todo termina cuando se entierra o se incinera un cadáver? ¿Qué significa creer en la vida eterna? ¿Cómo me preparo para el encuentro definitivo con Dios?

7. Nunca nos salvamos solos

En momentos de crisis existe la tentación de aferrarse al “sálvese quien pueda”. La pandemia nos ha demostrado que solos no podemos sobrevivir. Nos necesitamos unos a otros en muchos niveles de la existencia. También la vacunación está siendo un “asunto público” porque tanto la salud como la enfermedad individual repercuten en todos. Estamos llamados, pues, a desarrollar una espiritualidad más comunitaria y cívica.

8. Tenemos que cuidarnos más para cuidar a otros mejor

Aunque el Covid puede afectar a cualquiera, es obvio que hay personas de riesgo que son más vulnerables. Llevar una vida sana (alimentación, ejercicio, higiene, descanso, hábitos saludables) asegura nuestro propio bienestar, refuerza nuestro sistema inmunológico, disminuye las cargas de los demás y nos permite cuidar a quienes más lo necesitan. La pandemia nos ha ayudado también a redescubrir la “ética del cuidado”, la preocupación por los otros. En los primeros meses del confinamiento se multiplicaron las iniciativas de ayuda a todos los niveles. No podemos olvidar aquel aprendizaje.

9. La oración y la vida comunitaria nos sostienen

Muchas personas han dispuesto de más tiempo para el silencio y la oración; sobre todo, en los primeros meses de confinamiento estricto. Liberados de las cargas de trabajos, viajes y reuniones, han podido desarrollar una “espiritualidad de la adoración”, de la escucha silenciosa de Dios. También la pandemia nos ha hecho redescubrir la importancia de la vida familiar y comunitaria, los tiempos sosegados y la importancia del diálogo, aunque no ha faltado la tentación del individualismo y el aislamiento.

10. Hay una espiritualidad digital

Por último, la pandemia nos ha empujado a un mayor consumo digital: series, documentales, películas, videoconferencias, encuentros virtuales. Lo que empezó siendo casi una novedad se ha vuelto ya normal e incluso está provocando saturación. Al mismo tiempo, se ha ido abriendo paso una pastoral digital a través de encuentros formativos, de oración, transmisión de actos litúrgicos, etc. Internet ensancha el espacio de nuestra tienda: acorta distancia y nos permite un nuevo tipo de relación.

Gonzalo Fernández Sanz CMF

Fuente: El rincón de Gundisalvus